domingo, 29 de octubre de 2017

Que Dios nos perdone

El Papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, está por llegar a Madrid, estamos en el 2011. Aunque se halla en pleno el movimiento 15-M el gobierno intenta hacer lo más apacible la visita del Papa, pero anda suelto en la ciudad un asesino en serie, alguien que mata ancianas solitarias, pero no pueden hacerlo público, con lo que el asesino se cree impune y acrecienta sus crímenes. El thriller de Rodrigo Sorogoyen se forja a la vera de dos compañeros policías. Uno es Velarde (Antonio de la Torre), tartamudo que vive sólo y se siente atraído por una mujer (María Ballesteros) que limpia su edificio; el otro es Alfaro (Roberto Álamo), un hombre violento, de poca paciencia, pero un policía muy competente y entregado a su labor. Ambos investigan al asesino en serie, mientras que los demás están más que despistados.

Alfaro es un problema para la policía, hasta ha dejado casi tuerto y cojo a un policía (esto tiene de comedia involuntaria, también hay que decir). Alfaro es un tipo de trato bruto por un lado, pero alguien analítico en su investigación. Los protagonistas tienen profundidad gracias a su vida social, el filme permite ver como son fuera del trabajo y es un gran aporte. Velarde es torpe con las relaciones afectivas y lo vemos en una escena que puede verse como violencia doméstica, pero todo es producto de unos movimientos apresurados. Ésta escena es chocante, pero interesante, bien manejada.

Ya la dupla en guion de Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen dirigiendo Sorogoyen mostraba intrepidez y personalidad en su película anterior, Stockholm (2013), una película convencional pero con su cuota de simpatía durante una hora, en la seducción del chico listo y seguro de sí (Javier Pereira) detrás terco de la chica difícil (la bella Aura Garrido), pero que se convierte en su última media hora en una película curiosa y original (justificando además la existencia de esa parte convencional), dura, dolorosa, incómoda e impactante –la última escena puede ser algo predecible, pero está escenificada con suma belleza, si cabe ante tanta melancolía-, al cotejar la actitud del muchacho autosuficiente.

Durante hora y media asistimos primero a la investigación de Alfaro y Velarde, para pasar al karma de Alfaro por su comportamiento violento, y el vacío de Velarde. Vemos a ancianas muertas, provocando una explicites mortuoria, pero esto es parte del cine de crímenes, no hay que ser demasiado sensible tampoco. También esto sirve de soporte para la dualidad del asesino en serie que es otra construcción valiosa, como personaje, y apreciar su demencia, brutalidad e incongruencia de personalidad, la misma que se puede ver en las debilidades y torpezas de los policías, pero, lógicamente, en menor grado.

Parte importante de la película es la pérdida de la fe, cómo muchos empiezan a descreer, aunque a su vez vemos al Papa atrayendo multitudes en España que ha mostrado cambio hacia la religión. El título por eso se hace apropiado, que Dios nos perdone (nuestras perversiones, carencias y soberbias).

La última parte muestra quien es el asesino, con una magnífica actuación, digna de un gran premio previo. Los policías aun lo buscan, las fichas ya están sobre la mesa, la exposición primera de un misterio pasa a exhibirse en toda magnitud. Por último la trama conjuga la tartamudez y el asesinato, o hacer daño a otros (el centro del filme y todos lo hacen de alguna forma), es algo que va en ascenso nos dice y hay que parar, evitar, pensar o aminorar. La tartamudez –lo emocional- se asocia con la violencia, el feminicidio –la mayoría de muertes en el filme son de mujeres-, en distintas vertientes, de forma sutil.