jueves, 17 de diciembre de 2015

Microbús

Representante del llamado cine independiente y alternativo peruano, perteneciente a Alejandro Small. Nombrada por algunos no sin cierta exageración y exceso de entusiasmo la mejor película peruana del 2014. Y es que en realidad es un filme bastante sencillo, básico, con algunos defectos que surgen en medio de crear distinción técnica, como que se percibe por una parte desordenada y confusa la mezcla de tres conversaciones en una voz en off múltiple señalando al grupo en lugar de al individuo, que es un método que se repite, poniendo los diálogos de los protagonistas over mientras fluye su vagabundeo, tratándose de cinco chiquillos paseando por Miraflores, Lima. Sin embargo, esas tres conversaciones entremezcladas también exhiben un encanto por su parte. Se le perdona la imperfección al apreciar que se intenta hacer arte.

No es un filme fino ni pulido, pero tiene una estética más que aceptable, trabajada, estando en ese aspecto notoriamente mejor conseguida que “5”, de Eduardo Quispe, con el que competía por puesto y cine independiente, donde más bien todos conviven y se complementan, aunque la fuerza de éste último yace en sus interesantes cavilaciones casuales tan imperfectas como naturales y a un punto intelectuales, y sus interacciones sociales. Microbus (2014) luce un amarillo dominante e iluminador, unas luces difusas y movibles, unos desenfoques expresivos y un aire a sensual e hipnótico neón. Señala nervio, intensidad y mucha vida de paso, exudando rebeldía, una que acompañará indefectiblemente a los muchachos, desde la introducción del filme, esa pared pateada ávidamente invocando más que a la violencia el juego irreflexivo, tonto, el goce directo intrascendente, pero vital y emotivo, hasta la llegada de la furia repentina y directa, una explosión de energía, en el conflicto adolescente, medio absurdo e impremeditado, bajo esa fuerza latente de la temprana edad.

La gran virtud de Alejandro Small y su mediometraje de 44 minutos es trasmitir no solo notable verosimilitud, sino esa potencia e intensidad interior de nuestra juventud, como con esos exabruptos con romper la botella que genera gritos y llamadas de atención, que es lo que hacen frecuentemente los muchachos, habiendo además la intromisión de personajes en fuera de campo, vivos en lo verbal, que dan pie a crear conflicto, aceptación y atracción, en un recurso fácil, pero aquí efectivo. Somos participes de sus tantos chascarrillos y mataperradas, ese deslizarse por la noche jugando, tocando y viviendo la calle, en la visualización del detalle, la composición, como cuando se ve que el nuevo integrante de la banda enciende un cigarrillo, a la amiga de las llamadas celosas, a través de la infraestructura de un parque, ese que con sus pintas y decoraciones nos habla también.

Se ríen, hacen ruido, hablan de sexualidad, de géneros, de amistad, fabulando, tomando el pelo, en el quehacer de la intrascendencia pura y dura, pero capital en la existencia, al implicar bastiones afectivos, cuando lo importante es hacer la chancha, juntar dinero, para comprar el trago y pasar una noche memorable con lo más sencillo y feliz del mundo, en un ambiente y atmósfera donde es tan importante el otro, mi apoyo y alegría, el placer del compañerismo y la proximidad emocional, que se ve invadida por un especie de observador aunque no intruso, un nuevo elemento que pretende rápidamente a una del grupo (sentido de haberse unido a ellos, seguirla hasta donde vaya, el hogar, que son sus amigos, luciendo nuestra esencialidad, producto del título, un encuentro en el ómnibus). Y en lugar de ser rechazado es acoplado fácilmente, no sin antes ponerlo a prueba con bromas y preguntas de sinceridad, en ese lenguaje claro y soez típico, y en ese sentido mayor pero primario, el sexo, con esa buena onda que imprime nuestra idiosincrasia nacional hacia el trato al “foráneo”, creando sus propios momentos de postal juvenil, como con esos cinco cuerpos y cabezas pegadas haciendo nada.