lunes, 23 de marzo de 2015

Historia de mi muerte (Història de la meva mort)

El que conoce cómo es el cine del catalán Albert Serra sabe a qué atenerse, el que no, debe adaptarse a que la lentitud y el que no pase casi nada en sus retratos son sus fuentes de expresión, dándole un aspecto muy cotidiano a personajes míticos, y hasta extravagantes, como con el Don Quijote y el Sancho Panza de Honor de cavalleria (2006), en que caballero y escudero deambulan campantes por praderas y bosques, no tanto como un loco y su fiel seguidor sino como unos seres más bien simples pero ecuánimes, aventurados sin tiempo en recorrer mundo, pensativos, devotos, ensimismado el Quijote en la pronta muerte, pero alegre de creer en Dios y en la belleza del planeta a su disposición, bañándose ambos en lagunas, colocándose laureles en la cabeza, paseando, cortando césped, contando sus historias, topándose con el pueblo y yendo despreocupados hacia la eternidad, en días y noches que se van como en un remanso de paz en medio de la bondad y la fe, pero de la que conoce su contrario, en un quehacer luminoso, como el que representa el Casanova de Historia de mi muerte, pero con mayores matices (fuera de que el Quijote juega con la potencia intrínseca de su locura y sus tantas aventuras al servicio de la elipsis), sumido en el hedonismo más abierto como le antecede su biografía, en la ordinariez, al igual que en la filosofía, en el éxtasis de orden extremo, como se asume en aquel choque violento contra una ventana al son de su gran apetito carnal, uno que trasciende lo sexual y lo define en todo lo que conforman los placeres de la vida; o el defecar sufriendo tanto como más tarde gozando de esos menesteres escatológicos hasta reír como un poseso, para olvidar y volver inmediatamente a las andanzas como el niño inconsciente que es, desmemoriado, libertino, libre.

El filme presenta más de una cara, apreciando que el escenificado simbolismo Freudiano de los excrementos -que incluso llegan a verse- es solo el preámbulo grotesco de un contraste mayor y más complejo, plasmado en una potente atmósfera de terror y velado dolor interno, en el Conde Drácula, que llega con la oscuridad a poner el otro lado del mundo, como en aquel mensaje de la civilización que expresaba el Quijote, si bien aquí no hay castigo, más allá de la tortura psicológica, ya que puede que el vampiro sea la consciencia de una pesadilla, muy bien ejemplificada cuando el cuerpo de Casanova yace tendido en el cierre, escudriñado por el escondido Conde, que suele llegar por detrás siguiéndole los pasos al famoso seductor, sembrando ambivalencia, en dos aparentes seres opuestos, pero que en realidad tienen mucho en común, solo que Albert Serra marca una ideología en cada personaje o estado (recurriendo como acostumbra a que el espectador complete la figura), teniendo uno no solo de cruel, en buena parte de inevitable y quizá de necesario, sino de ser sensual a través de la noche, el misterio y la sangre, y el otro de cierto (auto)rechazo a fin de cuentas, en su felicidad lujuriosa y alevosa, siendo seres intensos más que trascendentes.

El retrato de Drácula es atmosféricamente más potente que el de su coprotagonista de relato, como en aquel resto de carne que invoca momentos de horror, viéndose más unidimensional en aquellos gritos de aparente sinrazón, teniendo un claro rapto hacia las tinieblas, ya que es el abismo en sí, mientras Casanova es un ser político, privilegiado a un punto, pero a su vez tan humano, vulgar e impredecible, de lo que tienen semejanzas reprobatorias; como en un trasunto de quienes juegan a ser el día y la noche, que llegamos a ver por un lado con la presencia de la luna o el veraneo con doncellas y banquetes, en una unidad en plena lucha silenciosa. Caminan engañosamente separados, pero aguzando el ojo vemos que están más cerca de lo que aparenta la historia lineal, o el esquivarse.

En las características de éste director estriba muy bien su humanización, que llega al exceso de la arbitrariedad y generalidad, dando prioridad a exhibir lo esencial, si bien los roles también lucen su cuota de credibilidad física, un pilar importante en el cine de Albert Serra. Recordemos que en El cant dels ocells (2008) se notan mucho más las distancias en la falta de grandezas fisonómicas; María no implica ninguna iluminación, belleza, ni cuidado especial, simplemente pierde el tiempo, con un carnerito, mientras José está como desperdigado, aparece escasamente, está entre profundo y pasmado, para lo que el director recurre solo a la aparición de un ángel observador como único nexo de divinidad. Por otra parte hay que hacer notar que los diálogos son más nutridos en Historia de mi muerte, pero suelen ser intrascendentes aun así, tanto como anteriormente hay pocas palabras aunque puntuales, siendo por un lado auto-descriptivas biográficamente, en lo que es un mayor soporte en cuanto al origen legendario, que como se ven y qué hacen. El cant dels ocells arguye una postura/estilo realista en mostrar una pesada y cansada caminata por la arena, de los tres reyes magos en busca del recién nacido Jesús, en que vemos las vivencias más pedestres, hasta ridículas, cojamos de muestra aquella en que el más gordo benefactor echa a rodar absurdamente al estar al parecer agotado. Son simples hombres haciendo cosas intrascendentes en contrapunto con una  mítica que se da por conocida, en que Serra exhibe lo más mínimo y común pegado al cine arte más radical, "fastidioso" y exigente, enseñándolos nadando, comiendo, peleando, descansando, intercambiando pareceres, luciendo bastante primarios, detrás de aquel viaje excepcional del que luego alguno reniega y llama el único/último, en boca de aquel actor fetiche del director, Lluís Serrat, que despliega ternura, antipatía y simplicidad, dependiendo la necesidad de cada filme, la de un espectador excepcional dentro del ecran.

Albert Serra implica un tipo de naturalidad en su cine, que en Història de la meva mort, leopardo de oro del festival de Locarno 2013, crece, se vuelve más ardua argumentalmente, pero recurriendo a todas sus señas pasadas. Auscultamos con él nuestra humanidad, al hombre de a pie, pero desde los concebidos seres excepcionales, por históricos, bíblicos o literarios, que dejan por un momento la glorificación y caminan a nuestra lado, como si nadie fuera más importante que otro, y todos fueran el mismo ser, irreductible a fin de cuentas, pero uno que padece de lo ordinario, goza de los detalles, ama o rehuye, ríe desmesuradamente, come con fruición, es a ratos inexpresivo o muy abierto, es misterioso, inexplicable, infantil, absurdo, y otras veces reflexivo y visionario, tantas cosas, en un andar colectivo, de lo que sencillamente vive, racional, romántica y pecaminosamente.