viernes, 12 de diciembre de 2014

El gran hotel Budapest

Cuando todos celebraban Moonrise Kingdom (2012) yo me sentía algo lejano de esa algarabía/felicidad multitudinaria, me faltaba ese impredecible especial entusiasmo que acompaña la expectativa y justificación de cada visionado de cine, si bien sentía que era una propuesta de muchas virtudes, y que Wes Anderson es un director no solo “simplemente” peculiar, personal, original, también bastante talentoso. Y ahí en su filmografía tenemos de prueba de donde escoger, obras audaces, extravagantes, generosas, entretenidas, Academia Rushmore (1998) el Wes Anderson por antonomasia, Los Tenenbaums. Una familia de genios (2001) o Fantástico Sr. Fox (2009), que son las mejores de su repertorio,  a la que se suma para los recios pero compensados Life Aquatic (2004). Y es cuando veo El gran hotel Budapest que uno se topa con la joya de la corona, donde el estilo del director toca su mejor composición, porque Anderson hace lo suyo, pone todas sus características habituales, pero el resultado es sumamente perfecto, excepcional a un punto, ¿y a qué se debe, si recurre a su marca registrada?, yo diría que gradúa todos sus elementos de personalidad artística, la comedia, la estética y la prioritaria inocencia (desaparece la ñoñez crítica y lo -a ratos inevitablemente- cursi de su anterior película, repitiendo un desternillante periplo o huida, pero donde lo romántico y poético, para bien y mal antes, ya no predomina por sobre la aventura e intensidad narrativa, cambian de lugar, de hegemonía, en su complementariedad, siendo el valor central determinante del logro presente, que lo emparenta con un sentir más masculino, sin perder el gancho “universal” de la ternura, la espontaneidad e irreverencia de ser un outsider, del que perdura, brilla, a pesar de que todo yace en contra de él y de su mundo, como con Tim Burton), junto a un buen toque de insospechada violencia –aunque suene sádico no lo son esos dedos cercenados, producto del tono dominante de relajo, goce primario y optimismo del filme, hasta en lo macabro- y espectacularidad en el seguimiento del motorista, guardaespaldas y criminal J.G. Jopling (en la piel  del genio Willem Dafoe, al que le dan otro papel de esos memorables, como el de Klaus Daimler; propio del cómic, la exageración o la marcada inventiva, que reina en la propuesta, de la mano de la riqueza de los colores pastel del cromatismo estético) que va tras el conserje o administrador del gran hotel Budapest,  M. Gustave (un Ralph Fiennes que es verdaderamente un camaleón, siempre comprometido, pero de los que hacen mucho en medio de la calma y la naturalidad; de aquellos a los que no se les revienta tantos cohetes alrededor, por dicha imagen), y una pintura valiosa tras la ambición desmedida del hijo malvado de una dama rica muerta (interpretados por Adrien Brody y Tilda Swinton respectivamente. En ese otro punto de grandeza, un reparto de lo más cautivante, con roles ilustres en su originalidad y exigencia de acciones. Habiendo actores poco conocidos por el gran público, o hasta olvidados, pero dotados, como Mathieu Amalric, Léa Seydoux, F. Murray Abraham, Jeff Goldblum, pero que son un verdadero plus que enriquece el filme).

El ambiente de fantasía que fomenta Wes Anderson es muy importante, y no por ello es vacío, porque se rige a una esencia, es como un viaje a su consciencia, tanto como a su entera cosmovisión, aunque estamos por el nombre en Hungría en épocas de entre guerras mundiales tras la ficticia República de Zubrowka (de lo que más queda la metáfora del mundo que se pierde, el que representa M. Gustave, y de otra forma el autor; producto de la alienación de la contemporaneidad descreída, menos soñadora, menos libre, a diferencia de los niños. Teniendo presente que M. Gustave es un gigolo aficionado a las mujeres mayores –dígase a una fémina que sale del canon común- y un refinado perfeccionista clásico, su labor la hace con pasión, se define en ese lugar, siendo además un ser noble hasta la insania, y un defensor de lo que cree con fervoroso idealismo), de lo que los datos históricos, o la realidad, se subordinan a su cualidad de narrador de cuentos y su completa libertad creativa, siendo irrelevantes los hechos fuera de ser generadores de aventuras ficticias. El filme es como vivir en el juego de mesa Clue, a pesar de que no hay mucho misterio y lo que ello significa. El pretexto –el testamento de un cuadro costoso  entregado a un hombre que supuestamente deshonra a la familia, lo que desata la ira de los vástagos, y produce su señalamiento- que prodiga el director como conflicto para mandar a M. Gustave a la cárcel es muy ligero, como lo es en sí cada giro (un testamento alternativo, una respuesta fácil), ya que lo que realmente destaca es desplegar todas esas raras fichas que son los personajes y hacerlos pasar por particulares ocurrencias (la comedia, aunque no al uso, por una autoría), dentro de un espacio de encanto, bajo un estilo y estética que todo lo articula al milímetro, en una injerencia transformadora absoluta, propiciando un trabajo que luce muy laborioso, harto matemático (se sabe de la precisión técnica del director), con un cariz visual que subyuga, nos deja casi sin palabras en ésta oportunidad, potenciándose como un juego complejo aun con una narrativa esencial, básica (eso sí, la estructura es de primera, como la de los hoteleros trabajando unidos en una especie de código de lealtad o prisioneros escapando en un plan maestro de grupo, con Bill Murray y Harvey Keitel  en cada lado respectivo aunque breve; dos viejos monstruos empáticos, simpáticos, para el público cinéfilo; y es así el filme, un trabajo coral, de equipo, como en la ambiciosa y emblemática Los Tenenbaums), por medio de una enredada maraña de flashbacks, a partir de un monumento a  un escritor (Jude law hace de él, joven) que perenniza en sus letras al gran hotel Budapest y su excéntrico pasado y ubicación, de cómo llega a ser su dueño un inmigrante y botones llamado Zero Moustafa (un novel Tony Revolori, como un Jason Schwartzman menor, habitual de Wes Anderson y que simplemente pasa ésta vez; un protagonista muy sencillo, ya que el Max Ficher de ahora es M. Gustave, es la historia de su legado; aunque Zero es cómplice tanto como aprendiz, y tiene su romance con una pastelera en la actriz Saoirse Ronan que luce en parte insulsa en su perfomance) quien graciosamente se pinta el bigote para darse (simpáticamente) caché, el sentir del filme. Como muestra recordemos cada persecución, en la nieve por pensar en una, donde hay verosimilitud cuando observamos algo a todas luces increíble, una experiencia propia de lo digital, y sin embargo aquello es perfecto, contundente y sobre todo emocionante, tanto como afín a la marca de la casa, las sorpresas, el tono, las formas y la historia, y es que es una inmersión tan subyugante, gracias a la abstracción ejemplar en la mente de Wes Anderson que se basa en los escritos de Stefan Zweig. En una película que pertenece a lo más grande del 2014.